Por Pedro Calvo-Sotelo.
Serví tres años en la embajada de España en Egipto, entre 2009 y 2012, un periodo suficiente para ver el final de Mubarak, cuya caída fue el breve triunfo de los jóvenes de Tahrir, la victoria electoral de los islamistas y el camino hacia una transición frustrada.
Tiempos mudables que a veces impidieron recorrer una capital inabarcable, aunque no tanto por sus librerías. Fui asiduo de bastantes, para pequeños y grandes. A las librerías infantiles me acercaba en busca de las obras que me pedían mis hijos para sus cursos en el liceo francés. También iba yo a comprar tintines en árabe. Eran ediciones feas, con alguna página de pega en color y las demás en blanco y negro. Luego en casa los abría en paralelo con la versión española e intentaba progresar en el estudio de esa lengua tan hermosa. Me derrotó su dificultad. Los encontraba en Diwan, una librería de la calle 26 de julio, con una sucursal más pequeña en el histórico Club Gezira fundado por los ingleses, ambas en la isla de Zamalek. Como otra agradable, Shorouk, que significa “amanecer”, donde uno miraba los ejemplares sentado a una mesa y con un buen café.
Los libros franceses, para el colegio o para mí, los compraba en “Livres de France”, una tienda magnífica también en Zamalek, que ocupaba un primer piso de la calle Brasil, 17. Ofrecía muchos libros sobre Egipto, la región y el mundo islámico; también ensayo y literatura francesa. Pero no era fácil hojearlos, pues la dueña los envolvía con un film plástico, quizá para luchar contra el aire polvoriento de una ciudad donde nunca cae del cielo otra cosa que la arena del desierto; pero no contra el tabaco: era una gran fumadora y todos apestaban a cigarrillo frío.
Como librería de viejo, visitaba “Livres anciens” en el barrio acomodado de Maadi, donde estaba el liceo francés. El dueño Labib Ghobrial era un librero solícito y me llamaba cuando le llegaban libros en español.
Pero la referencia conocida para el libro usado es la de L’Orientaliste, en la calle Kasr El Nil. Está en un barrio distinguido, con un aire entre el de Salamanca y la Gran Vía, si se me permite la comparación madrileña. L’Orientaliste desplegaba libros, mapas y grabados, como los del famoso David Roberts, verdadero tesoro iconográfico sobre el tesoro real del Egipto faraónico. Los precios eran acordes con un comercio visitado por turistas bibliófilos de medio mundo. Una vez, poco antes de las primeras elecciones libres de 2011, la dueña me dijo: “Sigo adquiriendo muchos libros e ilustraciones de bibliotecas particulares que se deshacen. Desde que empezaron los disturbios, he comprado como nunca. La gente tiene necesidad de dinero líquido. Mi librería no ha sufrido pero un día vi sangre en la pared exterior y no he querido que la limpien. Creo que los señores esos, usted ya sabe a quién me refiero, no van a ganar por tanto margen. La gente joven está aprendiendo a separar religión de política.” Simpatizaba con los activistas y se equivocó en el vaticinio. A un paso está el famoso café Groppi, más que centenario, y a diez minutos andando, la plaza de Tahrir, de ahí lo de la sangre.
Casi sobre dicha plaza famosa se hallaba la mejor librería académica en lengua inglesa, la de la Universidad Americana de El Cairo: bien surtida, impecable, poco concurrida.
Hablar de libros es también hablar de encuadernaciones. Los occidentales éramos la clientela preferente de un taller artesanal, Abd El Zaher, detrás de la milenaria mezquita de Al Azhar, muy cerca del zoco de Jan el Jalili. Los tratos se hacían mientras doraban con los bronces las pieles, sin prisas, y la acogida de un té azucarado. El oficio se perdía y también los materiales, no solo en Egipto, también en Europa: me encargaron que les comprara en uno de los últimos artesanos tipógrafos de España un alfabeto latino completo, un componedor y una rueda; así lo hice.
Con todo, la ocasión mayor para las editoriales era la feria internacional del libro, una magna convocatoria anual, la más veterana e importante del mundo árabe. Nunca he recorrido una sucesión tan interminable de librerías. Mucho mayor que nuestra feria del Retiro. Una pena no saber árabe. Cuando se me iban los ojos a una portada en alfabeto latino, tenía que apartarlos: eran manuales de medicina, en inglés, con fotos pavorosas. Dicho sea en homenaje, uno más estos días, a esa vocación benemérita.
El año 2010, según lo acostumbrado, la inauguraba el presidente Mubarak, rodeado de pleitesías. Se acercó a la caseta de España. Teníamos preparado un libro para regalárselo, la “Crónica de la llave de oro de la villa de Madrid”. Recoge los discursos pronunciados por los sucesivos alcaldes y por los Jefes de Estado extranjeros en esa ceremonia hospitalaria. Le mostramos el capítulo de su visita a España: foto, texto, dedicatoria. Lo hojeó con simpatía.
Aunque todavía estaba en el poder, ya no pudo inaugurar la del año 2011, pues las manifestaciones de Tahrir obligaron a cancelarla: ¿Qué se fizo el rey Mubarak? De aquella llave de oro y de aquel libro ¿qué se fizieron? Sic transit…