Durante cinco décadas, Tomás Alcoverro ha tomado el pulso a los conflictos que han sacudido Oriente Medio desde su corresponsalía en Beirut para el diario La Vanguardia. Alcoverro, uno de los periodistas occidentales más veteranos de la región, ha sabido captar en sus crónicas (más de 7.000) el sinsentido de las guerras, con sumo rigor y humanidad. En todo este tiempo, ha cubierto conflictos armados, invasiones, revoluciones, golpes de Estado, intifadas palestinas y los hechos más importantes que han acontecido en la zona.
El corresponsal ha vivido en primera persona acontecimientos históricos como la cobertura del entierro del presidente egipcio Nasser o el regreso de Jomeini a Irán tras su exilio y se ha entrevistado con personajes como Yasser Arafat, el rey Husein I de Jordania o el presidente sirio Al Asad, acumulando cientos de anécdotas. Su conocimiento de la región se basa en muchas horas de lecturas y, sobre todo, de conversaciones con la gente corriente, donde late la vida, en la calle. Resumir en un libro semejante trayectoria sería tarea ardua y prácticamente imposible, por ello, parte de sus vivencias quedan recogidas en un libro acertadamente titulado Todo por decir (Ediciones Carena, 2022), en la que el periodista responde con humildad y grandes dosis de humor las preguntas que, a modo de entrevista, le plantea el también reportero de La Vanguardia Plàcid García-Planas.
Tomás Alcoverro participará el próximo miércoles 20 de septiembre a las 19 horas en un encuentro en Casa Mediterráneo, acompañado de la periodista Sonia Marco, donde hablará de lo que dice y no dice en su singular libro de memorias.
Corresponsal en Oriente Medio del diario catalán La Vanguardia desde 1970, Alcoverro también ha ocupado las corresponsalías del periódico en París y Atenas. Licenciado en Derecho y Periodismo, ha colaborado desde muy joven en Revista de Badalona, Conciencia, Destino, Ínsula, Correo Catalán y ABC. Autor de varios libros, entre ellos ¿Por qué Damasco?, La noria de Beirut y Un barceloní a Beirut, y reconocido con importantes distinciones como la Gran Cruz de Isabel la Católica en su máximo grado de comendador, la Creu de Sant Jordi o los premios de Periodismo Godó, Gaziel, Cirilo Rodríguez y Ortega y Gasset, Tomás Alcoverro nos ofreció unas pinceladas de su trayectoria periodística en esta entrevista.
Todo por decir es un libro de memorias no al uso, escrito en formato de entrevista que el formula el periodista Plàcid García-Planas. ¿Cómo surgió la idea publicar tus memorias en este formato?
Hace tiempo que un editor me planteó escribir mis memorias y se me hacía cuesta arriba, porque ¿qué podía contar? Entonces surgió la posibilidad de que fueran unas memorias más ligeras a través de un diálogo. Y al editor le pareció bien. Además, te tengo que contar una cosa muy curiosa de la que tenía ciertas dudas. Le enseñé una fotografía para la portada, que podía ser interesante.
La fotografía te muestra con una kaláshnikov entre las manos. ¿Qué querías transmitir con esta imagen?
Tengo que decirte que algunas personas criticaron esta fotografía, en el sentido de que podía transmitir la idea de que Alcoverro ama la violencia o hace alarde de esta arma. Por supuesto, no se trata de esto, de ninguna manera. La fotografía tiene interés por otros motivos. Fue tomada alrededor del año 1975 o 1976, cuando empezaba la guerra del Líbano, en el balcón de mi casa en Beirut. Dio la casualidad de que unas horas antes vino a verme un amigo libanés que se convirtió en feyadín [combatiente palestino] y pretendía ser guardaespaldas -agárrate- de Yasser Arafat.
Venía a hacerme una visita, uniformado como guerrillero de Al-Fatah [movimiento palestino, creado por Yasser Arafat], y llevaba esta arma. De pronto me dijo: “Oye, cógela, que te hago una fotografía”. Y así fue. Esta imagen casi la había olvidado y un día removiendo recuerdos pensé que tenía fuerza y por eso la puse como portada.
¿Esa fotografía da una idea del tipo de armas que proliferaban en aquella época en Beirut?
Exacto. Me gusta mucho esta pregunta que me haces. En aquella época era el arma de los pobres. Todos los movimientos de liberación nacional que había en aquel momento en el mundo, en África, en Asia, en Latinoamérica, en Oriente Medio… tenían eso en común. No disponían de tanques, ni de avionetas, ni de armas de gran alcance. En cambio, ésta era una arma fácil y barata.
Cuando comenzaste a trabajar como corresponsal de La Vanguardia en Beirut las herramientas de trabajo eran muy distintas a las de ahora. Por ejemplo, aún no existía Internet. ¿Cómo ha cambiado el trabajo de corresponsal desde entonces?
Casi nada se parece, pero hay un fondo que sigue siendo el mismo. Casi nada se parece en las formas de enviar el trabajo, porque ahora ya se hace de manera instantánea. Como te puedes imaginar, en aquella época de instantáneo nada. Te conformabas con que llegara en el día. Concretamente, en el estado en el que se encontraba el Líbano, muy debilitado por la guerra, el teléfono no funcionaba; lo único que funcionaba prácticamente era el télex. Los periodistas jóvenes no sabrán ni lo que es. El télex era como una máquina de escribir que tenía un rollo de papel a la derecha, una cinta enrollada, y a medida que ibas escribiendo, la perforaba. Cada perforación correspondía a una letra. Esto era el aparato emisor. Y el aparato receptor tenía un rollo de papel donde quedaban impresos los caracteres. Su funcionamiento dependía de la electricidad y, por lo tanto, en el momento en que ésta se cortaba la crónica no podía llegar.
Por ejemplo, una de mis grandes frustraciones en aquella guerra fue que, a los tres meses del bombardeo de la parte de musulmana de Beirut por parte del Ejército de Israel, donde estaban Arafat y los palestinos, cuando estos fueron derrotados y el jefe de la OLP abandonó el país por el puerto, no conseguí enviar la crónica porque no había télex. Salió al día siguiente, pero ya de otra manera. La dependencia de estos artilugios era muy dramática, no teníamos más que este camino.
También hay que decir que en general, la situación profesional de los corresponsales -había muy pocos, prácticamente no existían los freelance– era digna, es decir, estaban bien pagados, se les hacía contratos fijos… En este sentido no sufrían la precariedad que lamentablemente ahora afecta a la prensa, escrita y no escrita, en todo el mundo. En este sentido, fue una época buena para los corresponsales.
En un momento dado de la guerra del Líbano llegaste a ser el único corresponsal occidental presente en la parte musulmana de Beirut, pese a los riesgos que entrañaba. ¿Esta posición te otorgaba ventaja a la hora de informar de la situación del país?
Como esta guerra fue muy larga -duró 15 años- hubo una época en la que había días y semanas en las que nadie disparaba. Describir una guerra es siempre muy difícil. En un momento determinado, más que el miedo a los bombardeos o a las luchas callejeras, temí las amenazas de secuestro. Empezaron a secuestrar a la gente en la parte musulmana porque aquello era un campo de agramante, donde había iraníes, sirios, palestinos, comunistas, etcétera, muy peligroso. En mi propio edificio, imagínate, secuestraron a mi vecino de arriba y a mi vecino de abajo.
Lo que ocurre también es que el desorden a veces tiene sus propias leyes, difíciles de entender. A mis vecinos les secuestraron por su nacionalidad, uno era francés y el otro norteamericano. Por aquel entonces, había una serie de problemas con algunos países extranjeros, pero yo, gracias a Dios, era de un país que no tenía nada que ver con este conflicto de Oriente Medio. Siendo español, en este sentido, podía sentirme más seguro.
Sin embargo, sí secuestraron al Embajador de España en El Líbano, Pedro Manuel de Arístegui.
Sí, lo secuestraron. Fue únicamente un par de días, pero unos años después bombardearon la Embajada en el momento en que él estaba comiendo con unos amigos.
Lo recuerdo perfectamente. Respecto al rapto, por una cuestión de tipo interno, en España la policía había detenido a unas personas libanesas pertenecientes a una familia muy poderosa, que presionó para que las dejaran en libertad secuestrando al Embajador. Y al cabo de unos años, en el transcurso de un bombardeo en el que participaban sirios, drusos, palestinos… sobre el palacio presidencial de Beirut, muy próximo a la residencia del Embajador de España, cayeron unas bombas en la Embajada matando a Arístegui y a tres personas que le acompañaban, su cuñada, su suegro y un guardaespaldas. También me hubiera tocado a mí porque estaba invitado a ese almuerzo, pero le dije al Embajador que quería volverme a mi casa porque la ciudad continuaba dividida y había que pasar barricadas. Me escapé de una muerte casi segura.
En una guerra, aunque se tomen todas las precauciones posibles, está el factor azar, que no se puede controlar.
Sí, exacto. Lo has dicho muy bien. En la guerra puede ocurrir que hayas pasado por un lugar justo cinco minutos antes de que explotara una bomba. Estas cosas te hacen perder un poco el razonamiento. Hay una serie de casualidades y de coincidencias que, sobre todo en conflictos de este tipo, tienen importancia.
Antes señalabas que la guerra del Líbano duró mucho tiempo, nada menos que quince años. ¿Cómo era el día a día del conflicto en Beirut?
Me gusta la pregunta. Estas guerras son muy difíciles de describir. La del Líbano no era una guerra convencional, no había un frente fuera de la ciudad. A veces parecía que no había guerra, dependía del día y de la hora. En general, los combatientes dejaban que la gente trabajara y llevara una vida más o menos normal durante el día y los bombardeos empezaban al atardecer. No teníamos teléfono, ni agua, ni electricidad, pero curiosamente no faltó nunca la comida. La explicación es que los libaneses cuando tienen problemas saben salir de ellos, son muy hábiles, muy tramposos, y en este sentido no hubo hambre en la ciudad.
En el libro reflejas los fuertes contrastes que se daban en El Líbano durante la guerra, en la que los combates convivían con las fiestas y el lujo.
Yo siempre digo que cuando hay una guerra, no significa que no haya paz. La guerra son conflictos determinados, que a veces están muy localizados en lugares, en barrios, en horas… Y al lado la gente quiere vivir en paz, hacer el amor, estafar, pasarlo bien. En ese sentido, la guerra nunca es la completa anulación de la paz.
En una ocasión al regresar a Beirut tras unos días fuera del país por trabajo habían ocupado tu casa. Pero lo más singular de todo fue que cuando fuiste para intentar recuperarla, los ocupantes te invitaron a un café. ¡En tu propia casa!
Y más que un café. Era un momento en el que en la ciudad había bombardeos en ciertos barrios, en otros no, y la gente afectada cambiaba de zona. En las guerras esto es algo bastante corriente. La población que está en las zonas de batalla intenta salir y quienes no pueden porque no tienen a dónde ir, se buscan la vida ocupando casas. No obstante, fuera de la guerra, el fenómeno de la ocupación no se da en Beirut, al contrario que en Europa y América, al haber un gran respeto a la propiedad privada.
Yo estaba en Siria y al regresar sabía que me habían ocupado la casa, en concreto una familia armenia. Tenía mi llave, pero me parecía un poco brusco entrar directamente, así que le pedí al portero que me acompañara. Llamó al timbre, le abrieron y me vieron a su lado. La señora que abrió al verme me dijo que conocía mi cara por las fotos que había en mi casa. Entré y me preguntó: “¿Quiere usted tomar un café”? Y le respondí: “Hombre, pues sí” (risas). Miré a mi alrededor y vi que faltaban algunas cosas como el televisor. Les pedí que me devolvieran mi casa, sugiriéndoles que podrían encontrar una mejor.
Eran buena gente. El final de la historia es increíble. Conseguí recuperar mi casa y como la mujer de la limpieza que tenía no volvió, humildemente le pregunté a la señora armenia si podía ayudarme a limpiar la casa y regresó para ocuparse de las faenas domésticas. En una guerra se da una enorme cantidad de situaciones que no coinciden con las ideas previas que tenemos.
En un momento dado, abandonaste Beirut para informar de mayo del 68 desde la capital francesa y diez años después te instalaste en París como corresponsal, donde viviste durante un año. La vida y el trabajo allí no te resultaron tan satisfactorios como en El Líbano, ¿por qué?
Las emociones en los conflictos tienen muchas caras y además te hacen sentir vivo. Las emociones son muy importantes para mí. Y en París se vive poco, todo es muy anónimo. En Francia hay una frase que lo resume: “Métro, boulot et dodo”. Metro, trabajo y dormir. Es la historia de una gran ciudad. No lo pasé bien. Lo único interesante para mí fueron mis encuentros con Tarradellas. El Gobierno español estaba negociando su retorno del exilio. Además, yo viajé con él en el famoso avión de regreso a Cataluña. El resto del trabajo allí no me emocionaba.
De hecho, en el libro cuentas que cuando en 1977 Tarradellas regresó a Cataluña como presidente de la Generalitat, lamentablemente por un fallo no pudiste informar del acontecimiento tal como hubieras querido.
Sí, no tenía acreditación. El día anterior había salido de Saint-Martin-le-Beau a toda prisa y al llegar a Barcelona no había traído la acreditación necesaria para acceder al Palacio de la Generalitat, de modo que tuve que presenciar el famoso discurso de Tarradellas desde fuera. Aquel hombre, al que yo había tratado con mucha cordialidad, haciendo el discurso desde el balcón se convirtió en un personaje con una imagen completamente alejada, inasequible. Fue una de tantas frustraciones de este oficio, como ocurre en cualquier otro.
En una entrevista que le hiciste al presidente de Siria, Al Asad, le lanzaste una pregunta muy audaz que podría haber dado al traste con el encuentro. ¿Cómo transcurrió esa entrevista?
En aquel momento, cuando le hice la entrevista al presidente de Siria lo que no cuento es que no tenía nada, ni bolígrafo, ni grabadora, ni cámara fotográfica. Sus asesores me dijeron que sólo estaríamos él y yo, nada más. La entrevista duró unos diez minutos y la tuve que hacer de pie. Me aseguraron que el servicio de la información de la presidencia me enviaría el material del encuentro a Beirut. Como conozco un poco las administraciones árabes, que no son muy eficaces, pensé que nunca llegaría, pero al cabo de unos días me lo mandaron todo, las respuestas y las fotografías.
¿Cuál fue la pregunta especialmente peliaguda que le hiciste?
Fue una pregunta que me pareció totalmente normal y adecuada para ese momento. No quería preguntar tonterías como “¿qué piensa usted de la geopolítica de Estados Unidos y de Rusia?”. Me fastidian mucho las cuestiones de tipo de especulativo, que se dan mucho en Oriente Medio. Entonces, le pregunté si en el fondo creía que la política en Oriente Medio consiste en que o te matan o tú matas. Y me dijo que sí.
Fue sincero.
Sí, lo fue.
En el libro hablas sobre el concepto de democracia. ¿Por qué consideras que esta palabra causa rechazo en el mundo árabe?
Aunque el tema es muy largo y complicado de resumir, la propia palabra “democracia” les parece un elemento lingüístico teñido de colonialismo.
A lo largo de tu vida como corresponsal has obtenido algunos objetos bastante singulares, como una antigua máscara egipcia de dos mil años de antigüedad o la matrícula de un coche de Sadam Hussein. ¿Qué valor tienen para ti?
Tanto la máscara como la matrícula están en mi casa de Beirut. Hay gente que dice que es como un pequeño museo. Tengo muchos objetos y algunas piezas que llaman la atención, adquiridos después de casi 45 años. Nada me es indiferente.
En 2020 viviste en primera persona la terrible explosión de 2.750 toneladas nitrato de amonio almacenadas en el puerto de Beirut, que se saldó con más de 200 muertos y miles de heridos. ¿Qué evidenció este gravísimo suceso de la situación que vive el Líbano?
Qué buena pregunta. Evidenció lo que es el Líbano, por una serie de circunstancias muy difíciles de explicar y de racionalizar. Es un país donde viven todas las injerencias. Esto no ha sido nuevo. No es que haya habido otra catástrofe como ésta, pero sí que es una repetición de todos los crímenes políticos que han acabado impunes. ¿Cómo no llegan a dar con los responsables siguiendo todas las pistas disponibles? Años antes, tras el asesinato de Hariri [primer ministro libanés] se estableció un tribunal internacional en la Haya y el crimen tampoco se esclareció, algo realmente patético. Nadie sabe quién es responsable de las calamidades y el país continúa viviendo de esta manera. Es un fenómeno extraordinariamente difícil de entender.
Sin una rendición de cuentas las víctimas no reciben compensación alguna, ni pueden cerrar sus heridas.
Exacto, no existe. Y para poner una guinda en el pastel de desgracias, de crímenes, recordarás la masacre de Sabra y Shatila, un episodio ocurrido en 1982 en el que un grupo de cristianos libaneses extremistas asesinó a alrededor de 1.500 personas de los campos de refugiados palestinos [situados en los citados barrios de Beirut Oeste]. Israel dejó actuar a estos guerrilleros. Nunca se llegó a esclarecer del todo cuántas víctimas hubo, ni cuál fue el papel de Israel en la intervención de esta milicia. En cambio, en Israel se llevó a cabo una investigación y quedó claro que el ministro de Defensa, Ariel Sharon, sobrepasó los límites del mandato que tenía, le juzgaron y le apartaron del poder durante un tiempo.
El libro termina con una bella imagen: las flores de tu balcón, que riegas cada mañana. ¿Este nuevo hábito en tu vida encierra algún significado?
Encierra una idea tan humilde y bonita como dar importancia cada día a cosas que a veces parece que no la tienen.
Moderado por la periodista Sonia Marco.
Entrada libre hasta completar aforo.
El evento podrá seguirse en streaming en el canal de YouTube de Casa Mediterráneo.
Más información, en la página web tomasalcoverro.com